martes, 30 de abril de 2013

No hay lugar donde esconderse

No hay lugar donde esconderse

Cristóbal puso más leña al fuego y volvió a acomodarse en la silla frente a la chimenea. No creyó que haría tanto frío, pero prefería mil veces soportar eso a volver ¿Lo estaría esperando? Se imaginó a eso, escondido detrás del árbol frente a su casa, acechándolo como león a las cebras. No, no está esperándote, te sigue, lo sabes.
Extendió las manos y se las frotó hasta que sintió que le quemaban, ¿estaban temblando? Ni siquiera ahí se sentía seguro. Se engañaba así mismo pensando que en la monta-ña, en medio de la nada, jamás lo encontrarían.
Afuera el viento soplaba con fuerza, la tormenta llevaba dos días y parecía que no tendría fin. Eso le daba tranquili-dad a medias. Lo que fuera lo que lo seguía, podía volar, caminar sobre el agua, lo había visto. Volteó la silla para poder mirar hacia la puerta. Los pocos muebles de la caba-ña estaban apilados bloqueándola por completo ¿Resistirá? La cabeza de un reno disecado parecía burlarse de él.
El calor en la espalda lo apaciguó por un rato. Recordó que en alguna parte había visto una botella de whisky a medio terminar. Si, un trago te hará bien. Encontró la botella de-ntro del cajón de un ropero, casi hasta arriba de la montaña de madera que había formado en la única entrada y salida de ahí. La abrió y bebió como si fuera la última gota de agua en el desierto. El whisky se deslizó por la garganta y aunque le quemaba, sentía un gran alivio. Todo está bien, jamás te encontrará aquí. Siguió bebiendo mientras miraba su sombra danzar en las paredes de madera. Hasta que sin-tió que los párpados le pesaban cada vez más. Antes de quedarse dormido echó unos troncos más al fuego y luego se puso una cobija sobre las piernas, intentaría conciliar el sueño. No pasaron más de dos minutos cuando sus ronqui-dos inundaron el lugar.
Un terrible frío le azotó de la cabeza a los pies ¿cuánto tiempo dormí, se apagó el fuego? Volteó y la chimenea se-guía ardiendo, pero algo no estaba bien. La puerta se en-contraba abierta de par en par, el viento se había ido, el si-lencio no era natural. Intentó ponerse de pie, pero no pudo. No estaba atado, pero era como si estuviera clavado al pi-so. Sintió como si el estómago se le encogiera al tamaño de una ciruela pasa cuando la vio, justo en la entrada y se acercaba hacia él. ¡Oh por Dios!
Desnuda y descalza, una niña lo miraba con esos ojos sin vida que llenaban todas sus pesadillas. Su piel era tan blanca que podían verse sus vasos sanguíneos. Sonreía y dejaba ver los pocos dientes que le quedaban. Su risa in-fantil le taladró los oídos, quiso tapárselos, pero sus brazos tampoco le respondían ¿Todo este tiempo, huyendo de ti?

—¿Así que este es el fin?— le gritó.
—Pues no me arrepiento de haberte matado ¿sabes? Lo volvería hacer mil veces y todas las veces sentiría el mismo placer.

Más risitas. Ahora estaban cara a cara. Sintió el olor a miles de muertos en su aliento.

—¡Mátame, ya!
—No tan rápido, he invitado a mis amigos a que juguemos contigo.

La cabaña de pronto se lleno de niños que lo rodearon. To-dos quisieron jugar con él, se peleaban por ver quién arrancaba más trozos de piel, de uñas, de pelo.
Las risas de ellos ahogaron sus gritos. Jugaron hasta el amanecer.


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