Allí está el fuego. Aquí el extintor. Tengo el control, estoy entre los dos. Siento su cálida presencia, su aliento, su rugido. Su voz. Me saluda con sus llamas. Estoy tranquilo, no pasarán.
Primero fue el olor. Apenas podía percibirlo, pero era fácil imaginarlo. El suave aroma de un cigarrillo que se consume. Hojas secas incandescentes que liberan lentamente su esencia. Papel de arroz impregnado por los aceites de los aromáticos tabacos del cigarrillo que escapan poco a poco en un hilo de humo azulado inundando la sala. Delicado equilibro interrumpido súbitamente por la explosión de azufre y fósforo de las cerillas. Su humo blanco y denso se disipa rápidamente dando paso a la delicada madera quemada. Como aquellos viejos troncos de pino que atesorábamos en otoño para usar en la chimenea durante el invierno. Madera seca y limpia que, de tizón en llamas, pasa a brasas y acaba en cenizas. Cuántos kilos de carne ayudé a asar sobre rescoldos, aprendiendo a distribuir la gris ceniza para ayudar a consumirlos completamente. Soplando convenientemente para avivar cuando el rojo se volvía pardo. Pronto comenzó el olor a papel y cartón de la cajetilla. Cada fin de curso, tras la entrega de notas, apilábamos nuestros apuntes y libros de texto en una pira de alegrías y sensaciones. Jolgorio y júbilo. Risas y canciones. Alcohol y llamas. Siguió el olor a trapos viejos. Menos delicado, pero necesario. Duraría poco. El olor a queroseno siempre da un toque artificial, pero se me antoja dulce y agradable su fragancia parafinada. Me ayuda a fantasear con lo que debía sentir mi abuelo entre velas y quinqueles. Sus llamas anaranjadas y amarillentas han cautivado a generaciones. Aún se revive de forma artificiosa. Muchos huyen de la luz blanca en las lámparas que eligen para sus hogares buscando el calor en el color. Lo que sigue es una amalgama de olores, suaves matices difíciles de distinguir. Para entonces el fuego se habría extendido rápidamente y devoraría diversos materiales. No todos agradables. Sin duda el humo se volvió oscuro y muy espeso. Notaba el inconfundible olor a plástico quemado. Los plásticos siempre arden mal. Para entonces las llamas ya debían ser bastante grandes. Estoy tranquilo, no pasarán.
Lo siguiente fue el humo. Comenzó escapando tímidamente por debajo de las puertas y ascendía desvaneciéndose. Poco a poco se volvió más denso. Lo más peligroso en un incendio es el humo. Asesino sigiloso que sega las vidas de personas. En muchos casos la gente muere sin saber que hay un incendio. Otros lo consideran piadoso, te mata dulcemente antes de que las llamas te alcancen. Sin duda traidor. Oscurece todo cuanto te rodea, oculta la realidad y nubla la mente. Siempre asciende. No se debe caer en el error de huir hacia arriba en un incendio. El humo te alcanzará. Las llamas le siguen. Humo traicionero. Es malo hasta para el propio fuego. Por una parte le ahoga, por otra revela dónde está, da silencioso aviso de su presencia. Pero este humo escapaba lentamente hacia los pisos superiores por el hueco del ascensor de servicio y al exterior por los rotos tragaluces del pasillo. Faltan por llegar las llamas. Estoy tranquilo, no pasarán.
Comenzó la alarma. La voz de emergencia fue pasando de puerta e puerta. Piso a piso. Personas que durante meses no se habían dirigido la palabra se atrevían a tocar la puerta de su vecino a desaconsejadas horas de la madrugada. Para cada uno, tras el desconcierto inicial y el recelo al abrir la puerta, el mal humor se tornaba gracias e iniciaba la labor de aviso y desalojo. Siempre aparecen incautos que prefieren refugiarse en sus hogares y observar cómo evoluciona la situación. Confían en que estarán a salvo o, si no, les salvarán. Estoy tranquilo, no pasarán.
El desalojo fue rápido. Encendí la lámpara para hacerme ver mejor en el neblinoso ambiente que comenzaba a crearse. Di a voces instrucciones de cómo llegar hasta el rellano y alcanzar las escaleras. Me aseguré de que nadie abriese puertas y ventanas que creasen inapropiadas corrientes de aire. Veía la incredulidad en sus ojos. La duda en su mirada. El terror en sus caras. Algunos tranquilos intentaban organizar grupos. Otros eufóricos bromeaban para aliviar la tensión del momento. Unos pocos quedaban bloqueados por el pánico y se dejaban guiar. Hubo quién sufrió una crisis y se comportó de forma violenta. Para su bien, fue reducido y conducido al exterior antes de que apareciesen las llamas que el equipo contraincendios debía sofocar. Estoy tranquilo, no pasarán.
El fuego se volvió imparable al conquistar el pasillo. El calor hizo quebrar la puerta y tímidas llamas lamieron el dintel que desbordaba espeso humo inundando todo el techo hasta encontrar la abertura que le permitió subir al piso superior. Las jambas se tornaron incandescentes y el ardor reptó por la cenefa del pasillo y la moqueta del suelo hasta la puerta de los pisos colindantes. El calor en ellos ya era tan grande que las puertas no tardaron en ceder. El techo prefabricado se derretía goteando lagrimas en llamas que prendían el enmoquetado. Oí el derrumbe de un techo. La escalada estaba asegurada por un nuevo camino. En el pasillo miraba al fuego y el fuego me miró. Se relamía con lenguas de oro y sangre entre rugidos. Desafiante. Retando a quién quisiera batirse con él. Estoy tranquilo, no pasarán.
Escuché los pesados pasos de la brigada contra incendios. Subían presurosos y seguros por la escalera. Había llegado el momento de combatir. No estaba solo. Tomé el extintor y volví a comprobar el manómetro. Desprecinté la válvula y sujeté con firmeza la manguera. Lo incliné ligeramente para asegurarme que al tubo sifón llegara el máximo de producto posible. Apunté con la boquilla por intuición más que por lo que veía. Cuando apareció el primer bombero se detuvo sorprendido. No dudé. Disparé el agente extintor por el hueco de la escalera creando una nuble blanca de polvo. Gritos de sorpresa y desconcierto. A la voz de replegarse el primer bombero desobedeció intentando ganar distancia. No esperé a agotar la bombona. Cuando estuvo lo suficientemente cerca le golpeé en el pecho con la base del cilindro y por último se lo lancé haciéndole caer. Recogí del suelo mi escopeta y disparé dos veces como advertencia. Estoy tranquilo, no pasarán.