Muchas gracias a César @cegomez por su imprescindible apoyo técnico.
Este libro está disponible para que lo descargues en tu iPhone, iPad o iPod
touch con iBooks, y en tu ordenador con iTunes. Los libros deben leerse en un
dispositivo iOS.
Primero fue el olor. Apenas podía percibirlo, pero era fácil imaginarlo. El suave aroma de un cigarrillo que se consume. Hojas secas incandescentes que liberan lentamente su esencia. Papel de arroz impregnado por los aceites de los aromáticos tabacos del cigarrillo que escapan poco a poco en un hilo de humo azulado inundando la sala. Delicado equilibro interrumpido súbitamente por la explosión de azufre y fósforo de las cerillas. Su humo blanco y denso se disipa rápidamente dando paso a la delicada madera quemada. Como aquellos viejos troncos de pino que atesorábamos en otoño para usar en la chimenea durante el invierno. Madera seca y limpia que, de tizón en llamas, pasa a brasas y acaba en cenizas. Cuántos kilos de carne ayudé a asar sobre rescoldos, aprendiendo a distribuir la gris ceniza para ayudar a consumirlos completamente. Soplando convenientemente para avivar cuando el rojo se volvía pardo. Pronto comenzó el olor a papel y cartón de la cajetilla. Cada fin de curso, tras la entrega de notas, apilábamos nuestros apuntes y libros de texto en una pira de alegrías y sensaciones. Jolgorio y júbilo. Risas y canciones. Alcohol y llamas. Siguió el olor a trapos viejos. Menos delicado, pero necesario. Duraría poco. El olor a queroseno siempre da un toque artificial, pero se me antoja dulce y agradable su fragancia parafinada. Me ayuda a fantasear con lo que debía sentir mi abuelo entre velas y quinqueles. Sus llamas anaranjadas y amarillentas han cautivado a generaciones. Aún se revive de forma artificiosa. Muchos huyen de la luz blanca en las lámparas que eligen para sus hogares buscando el calor en el color. Lo que sigue es una amalgama de olores, suaves matices difíciles de distinguir. Para entonces el fuego se habría extendido rápidamente y devoraría diversos materiales. No todos agradables. Sin duda el humo se volvió oscuro y muy espeso. Notaba el inconfundible olor a plástico quemado. Los plásticos siempre arden mal. Para entonces las llamas ya debían ser bastante grandes. Estoy tranquilo, no pasarán.
Lo siguiente fue el humo. Comenzó escapando tímidamente por debajo de las puertas y ascendía desvaneciéndose. Poco a poco se volvió más denso. Lo más peligroso en un incendio es el humo. Asesino sigiloso que sega las vidas de personas. En muchos casos la gente muere sin saber que hay un incendio. Otros lo consideran piadoso, te mata dulcemente antes de que las llamas te alcancen. Sin duda traidor. Oscurece todo cuanto te rodea, oculta la realidad y nubla la mente. Siempre asciende. No se debe caer en el error de huir hacia arriba en un incendio. El humo te alcanzará. Las llamas le siguen. Humo traicionero. Es malo hasta para el propio fuego. Por una parte le ahoga, por otra revela dónde está, da silencioso aviso de su presencia. Pero este humo escapaba lentamente hacia los pisos superiores por el hueco del ascensor de servicio y al exterior por los rotos tragaluces del pasillo. Faltan por llegar las llamas. Estoy tranquilo, no pasarán.
El fuego se volvió imparable al conquistar el pasillo. El calor hizo quebrar la puerta y tímidas llamas lamieron el dintel que desbordaba espeso humo inundando todo el techo hasta encontrar la abertura que le permitió subir al piso superior. Las jambas se tornaron incandescentes y el ardor reptó por la cenefa del pasillo y la moqueta del suelo hasta la puerta de los pisos colindantes. El calor en ellos ya era tan grande que las puertas no tardaron en ceder. El techo prefabricado se derretía goteando lagrimas en llamas que prendían el enmoquetado. Oí el derrumbe de un techo. La escalada estaba asegurada por un nuevo camino. En el pasillo miraba al fuego y el fuego me miró. Se relamía con lenguas de oro y sangre entre rugidos. Desafiante. Retando a quién quisiera batirse con él. Estoy tranquilo, no pasarán.El pretor Octavius estableció en el 79 a. C. en el derecho romano la acción «metus causa» (por causa del miedo) como eximente de responsabilidad.